lunes, 4 de octubre de 2010

Las calles de la limosna


La Verdad de Murcia, RUBÉN MONTES, 2010-10-04

En la calle. Carlo pide limosna y a cambio ofrece su música a los transeúntes. :: R.M.

Con las manos temblorosas por el frío invernal que proviene del norte, Marko extiende el brazo derecho y agita un sombrero boca arriba en el que bailan unas monedas. Como él, otros mendigos repiten lo mismo todos los días hasta bien entrada la noche. Via dell’Indipendenza, via Galliera o el puente de via Stalingrado son algunos de los lugares donde se concentran los vagabundos que piden por las calles de Bolonia.

En 2009 la pobreza se incrementó en la ciudad alcanzando cifras récord. Los últimos datos confirman que alrededor de mil boloñeses viven por debajo el umbral de la pobreza, de los cuales más del 68% son hombres entre 35 y 55 años. En consecuencia, los centros de acogida y los servicios sociales de la localidad se han visto desbordados ante la incapacidad de atender la gran demanda.

Marko es bosnio, aunque desde hace unos años vive en Italia. Todavía no domina el idioma pero ha aprendido lo suficiente como para escribir en un cartón plastificado sin faltas de ortografía, que pide limosna porque pasa hambre y no tiene trabajo. «Con 65 años y nacionalidad extranjera es muy difícil conseguir un empleo», aseguró. Por ello se ve obligado a pedir desde las nueve de la mañana con el fin de lograr algo de calderilla para comer. Contó que la gente es solidaria con él pero que «con la crisis, en su sombrero hay menos dinero». Del bolsillo de su apretado abrigo saca un puñado de monedas, todas ellas céntimos, y muestra la recaudación del día, que apenas ronda los tres euros.

Sus días sentado sobre unos cartones en la entrada de la parroquia de San Benedetto son siempre iguales. Incansable, Marko persigue con la mirada a algún viandante que alargue el brazo y deje caer una limosna en su improvisado cepillo, mientras murmura en susurros una cantinela repetitiva y sacude el sombrero.

A unos doscientos metros de él, al final de la calle, se encuentra el banco donde Zakariya acostumbra a pasar las mañanas con otros vagabundos. Zakariya es marroquí y tiene 56 años, aunque su situación le echa encima veinte más. Hace más de dos décadas que dejó en Marruecos a su mujer y a su hijo para recorrer Italia en busca de trabajo. Milán, Roma, Bari, Nápoles… viajó durante años por las principales capitales italianas sin encontrar nada. Explicó que «el motivo principal por el que él y muchos otros vagabundos se ven obligados a pedir, es la falta de empleo».

Durante los meses del verano pasado se trasladó a España para trabajar en las huertas de El Ejido recogiendo calabacines y pimientos, pero al terminar la temporada regresó a Italia y probó suerte en Bolonia, donde a pesar de no tener trabajo, se siente mejor que en las otras ciudades por las que ha pasado. «Aquí por lo menos tengo un sitio donde comer y dormir», afirmó. Por las mañanas, desayuna un capuccino y un cruasán en el centro social de Cáritas y a mediodía se acerca para comer un poco de pan, queso y a veces verdura. Sin embargo, le gustaría regresar a su país con su familia, pero 3.500 kilómetros y un billete de autobús de 150 euros lo separan de los suyos.

La raíz del problema

En los últimos cinco años, la tasa de pobreza en Bolonia no ha dejado de crecer, por eso los centros sociales ligados a organizaciones humanitarias como Cáritas, Opera Padre Marella o Confraternità della Misericordia, trabajan sin descanso por acoger a los cientos de personas que se acercan pidiendo ayuda. Vincenzo Lagioia, responsable de la Opera Padre Marella, indicó que «la pobreza arraiga en Bolonia porque es un núcleo de paso de miles de personas, que enlaza las comunicaciones hacia el norte (Génova, Turín, Milán…) y hacia el sur (Florencia, Ancona…)». A lo que se añade el papel que juegan «los más de 38 kilómetros de pórticos que recubren las calles boloñesas y resguardan a los mendigos del frío y la lluvia».

Medidas

El aumento de la pobreza ha obligado al Ayuntamiento a tomar medidas, por lo que ha destinado casi dos millones de euros para luchar contra la crisis y fomentar el empleo. Pero según Vincenzo, las autoridades tratan el problema de manera superficial. «El Consistorio intenta poner una venda a una herida, pero no tiene la medicina que la cure», manifestó.

En relación al perfil de las personas que se acercan al centro Opera Padre Marella, Lagioia afirmó que «la totalidad son hombres mayores, tanto italianos como inmigrantes, de unos 50 y 60 años de edad, que necesitan ayuda». Además remarcó que «estos últimos suelen ser refugiados políticos procedentes de Irán o Afganistán que tienen algún problema con la justicia». Por su parte, la delegada de Cáritas Bologna, Maura Fabbri, añadió que «muchas personas llevan a sus espaldas alguna pérdida o un fracaso matrimonial, que suponen circunstancias complejas de tratar». Sin embargo, la cuestión se complica cuando estas organizaciones resultan insuficientes para responder a las necesidades de los más desfavorecidos. Es el caso de los dormitorios comunales, donde los 250 puestos que ofrecen los cinco centros públicos de la ciudad, permanecen ocupados y con una larga lista de espera.

Francesco Benetti está en esa lista. Es italiano, ravenés concretamente, y la pérdida de su trabajo junto con la soledad de no tener familia, lo han precipitado a vivir en la calle.

Italianos en la calle

La pobreza no sólo es una cuestión que afecte a los inmigrantes. Italia cerró el 2009 con más de ocho millones de italianos bajo el umbral de la pobreza, según los datos del Instituto de Estadística Italiano (Istat). De esos más de ocho millones de casos, uno es el de Francesco, que abandonó su trabajo de funcionario porque según dijo, «el ambiente laboral y la relación con su jefe se volvieron incómodos». Pero aclaró que aunque tiene los años suficientes como para pedir la jubilación, «si le ofreciesen trabajo lo aceptaría encantado», y que «todas las semanas se acerca a la oficina de empleo a leer las ofertas laborales, aunque no encuentre nada». Sólo me puedo duchar una vez por semana», agregó Francesco.

Benetti pasa las noches en los subterráneos de la estación de trenes, que se convierten en improvisados dormitorios donde resguardarse del frío. Relata que para poder dormir allí es necesario comprar un billete de tren de 3,80 euros. «Con lo poco que saco, a veces no me llega para pagar la comida y el billete», exclamó.

En invierno los revisores aceptan que él y la veintena de vagabundos que lo acompañan, ocupen parte de los pasillos con las mantas y los sacos de dormir, pero subrayó que «quiere salir de allí». Lo que más echa en falta es una higiene regular. «Sólo una vez a la semana me puedo duchar en el centro de Cáritas», sentenció. Así pues, los lunes a mediodía, él y alrededor de quince personas más, llegan hasta la sede de la organización para asearse y borrar las huellas que la calle graba en sus rostros.

Mientras Francesco espera que la situación dé un giro, su domicilio es el cruce de via Riva di Reno con via San Carlo, donde en contadas ocasiones recoge algún periódico de días pasados para distraerse y leer sobre ciclismo o Fórmula 1, sus grandes aficiones; y donde muchas otras, se limita en silencio a agachar la cabeza hacia la tapa de la caja de zapatos donde le echan las limosnas.